martes, 8 de diciembre de 2009

EL ESCRITOR QUE SE VIENE


En el Siglo IV antes de Cristo Aristóteles definió al hombre mediante el mecanismo de género próximo y diferencia específica. Sentó las bases de la ética hablándole a Nicómaco y le sobró el tiempo para configurar las primeras nociones serias de crítica literaria. Como tenía a mano el cielo y las estrellas y como además sabía observar la naturaleza, hay tratados aristotélicos sobre las más diversas cuestiones. Veinticinco siglos después el conocimiento ha sufrido un prolongado y exponencial proceso de hiperdiversificación que hace que los especialistas que se ocupan de los efectos de la aspirina en el torrente sanguíneo no sean los mismos que se ocupan de los efectos de ese mismo fármaco en el aparato nervioso. Cada galaxia distante millones de años luz tiene su eminencia científica, y cuidado con meterse con la galaxia de otro. En tales circunstancias como las nuestras, es impensable la figura de un filósofo como los de antaño, de los cuales el último parece haber sido Kant.
En este contexto, y yendo hacia lo que nos ocupa, que es la escritura, cabría pensar que el escritor que se viene es también un especialista en determinada área de la literatura, dejando otras sin cubrir para dedicarse a esa en la que realmente es bueno. Yo quiero dejar claro que no. Este no es el modelo de escritor deseable para el futuro de la literatura. El escritor que se viene deberá llevar al máximo de sus potencialidades aquella distinción Barthesiana entre el écrivain y el écrivant.
Volvamos a nuestro viejo y querido Zaratustra: si el hombre es una cuerda tendida entre el mono y el superhombre, el escritor actual es la misma cosa entre algo cuyo concepto no puedo apresar en palabras y una especie de escritor plenipotenciario, dominador de todos los géneros, creador de estilos variables y disímiles, respetuoso de la herencia sagrada que recibe de otros que se han dedicado antes a escribir y a la vez peligroso transgresor a toda suerte de dogmas. El escritor, que entonces heredará una nueva versión del titanismo prometeico de Goethe y Schiller aggiornado a nuestra época, sabrá que la sustancia de su creación es el lenguaje y que la única forma de realizar un papel más o menos decoroso a la hora de escribir es conocerlo, dedicarle tiempo, seducirlo, amarlo. Para ello tendrá que haber buscado y practicado todas sus formas, tendrá que haber atravesado cada una de las frustraciones que tamaña tarea conlleva, tendrá que haber superado el terrible agujero negro de la ausencia de ideas en poesía, narrativa, drama, ensayo y crítica. Su estilo es más bien un no estilo o, si se quiere, un estilo que no tiene sentido en ser definido como tal porque eso realmente no importa, porque un estilo es todos los estilos. Pero esto no significa que la búsqueda de originalidad no sea, en el último peldaño de la escalera, el leit motiv de toda la cuestión. Porque también este escritor deberá enfrentar la dura contradicción de encontrarse y de perderse, encontrarse en una lira italiana y perderse, extraviarse en una novela decimonónica. Este escritor sabe escribir liras italianas, novelas decimonónicas, novelas policiales, puede ser Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía, Cervantes, Kafka, Gallegos, Pérez Galdós, Keats, Villon y también anónimos varios. Sus obras están ancladas a la noche, al día, a la tarde, a la lluvia, al sol, al hielo del polo norte y a un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere, arbitrariamente no desea acordarse. Y no olvidará que el lenguaje sirve también de materia a los filósofos e historiadores y a la señora que juega a la quiniela todas las tardes frente a la capilla.
Cassirer, hace unos setenta años, partió de la definición de Aristóteles del hombre como animal racional, pero reformuló la diferencia específica: ya no era la razón la capacidad distintiva con el género más cercano, sino la otra muy superior de crear símbolos. El hombre es un ser simbólico, dice el alemán Cassirer antes de que los nazis lo persigan a degüello. Barthes, que se quejará de la “asimbolia” de la crítica literaria francesa anterior representada por Picard, va en este mismo sentido. El escritor del futuro no tiene otra opción que adueñarse del símbolo y hacer con él todo. Todo. Todo. Como dicen los muchachos, suerte en pila…

sábado, 28 de noviembre de 2009

Quemar las naves


El peruano Cornejo Polar plantea la dificultad de un sujeto latinoamericano “complejo, disperso y múltiple” nacido en parte de aquella añeja discusión teológico-jurídica de la conquista sobre la ausencia o presencia de alma en los cuerpos materiales de nuestros improbables ancestros nativos. Desde esta perspectiva y atendiendo a la casi nula presencia de sangre indígena en nuestras venas, cabe preguntarse junto a Cornejo si el hombre y la mujer americanos no están en definitiva instalados en una red de encrucijadas, en el centro mismo de un nudo que es tironeado por vectores que van en diferentes direcciones y que se llaman Edad Media, indigenismo, colonización, romanticismo, independencia, revolución, aceptación, negación, ambigüedad, misticismo, lo real maravilloso, lucha armada, fútbol, utilitarismo norteamericano, puritanismo greco-latino-cristiano-racional, cola de paja…
Todas estas cosas configuran al sujeto americano y generan un conjunto de ideas que Cornejo nombra con la palabra “hibridez” y que, como él mismo reconoce, es deudora de aquella otra anterior de Rama: la “transculturación”. Cabría la posibilidad de realizarse otra serie de preguntas ociosas al respecto de la tan mentada “identidad”: ¿qué es Europa?, ¿qué es lo moderno?, ¿qué es la posmodernidad? Y tentar algunas respuestas: Europa es la eterna aspiración de nuestras clases cultas (aunque a veces esta función la cumplen “los norteamericanos”, músicos, escritores, directores de cine, etc.); lo moderno es un tiempo ya ido inventado por un poeta; la posmodernidad es un tiempo sin nombre propio (y esto ciertamente lo define), el presunto después de una época que para algunas regiones como la nuestra todavía no ha llegado.
En la conciencia del posible, del potencial, del probable intelectual americano debería primar esta constatación: no es verosímil que nuestro sujeto tenga una sola forma de manifestarse. Nuestro sujeto es un noble francés cuando viene el consagrado colonizador a vendernos sus últimas novelas, es una Malinche consecuente cuando hay riesgos militares, es un mercader veneciano cuando hay que vender algún obelisco y un pobre indio muerto de hambre que pide limosna a la sombra de las torres de una iglesia cuando aparecen los señores a los que hay que pedirles plata. ¿Se puede pretender que la crítica cultural se desprenda de estas características a la hora de realizar su labor? Creo que eso no es posible, y ni siquiera deseable. En otras palabras, cada pueblo tiene la crítica cultural que se merece.
Tengo entendido que tanto en nuestro país como en el resto del mundo existen publicaciones dedicadas de forma más o menos explícita a la crítica cultural. Me ha llegado también el rumor de que estas publicaciones consideradas serias y prudentes suelen tener una suerte de manual para el crítico que desee publicar sus trabajos allí. Estos manuales ofrecen entonces un marco teórico-práctico acerca de cómo se debe pensar, escribir e incluso subjetivizar tal o cual fenómeno cultural. Los preceptos a seguir se encuentran en el orden de: “Utilice lenguaje llano sin llegar a lo vulgar”, “Nunca hable en primera persona”, “No olvide que quienes leen sus críticas son casi siempre legos”, “No trate al lector de imbécil”, “Comience con un postulado fuerte, que enganche al lector”, “No escriba enunciados largos”, “No se pase de tantos caracteres”, “No adjetive de tal forma o tal otra”, etc., etc. ¿Puede existir mayor aberración que la de decirle a un sujeto crítico cómo tiene que hacer su labor, que es lo mismo que decirle, desde lo ontológico, cómo tiene que ser? Pues esto es práctica frecuente.
Digamos siguiendo a Nietzsche que el crítico (el hombre diría el filósofo) es una cuerda tendida entre el intelectual laborioso (el mono) y el supercrítico (el superhombre). Para hacer su crítica, este nuevo modelo de intelectual tiene a su disposición las letras del mundo, tanto las que ya han sido escritas como aquellas que él mismo deberá inventar si quiere hacer algo que valga la pena. No es estructuralista ni formalista ni adepto a la sociocrítica ni al marxismo ni al existencialismo, pero de todos sabe y de todos se nutre de acuerdo a su necesidad, que estará pautada por las características del fenómeno que analiza. Y aquí también, entonces, se impondrá la hibridez, la ósmosis de los distintos marcos de referencia que dejan de pudrirse en compartimentos estancos para revitalizarse unos con otros incluso en la confrontación antitética.
Pero para todo esto es necesario que el crítico deje de representar su papel de mero asalariado de seis mil caracteres por semana, o de amigo del artista al que critica, o de número puesto en cada presentación de un libro y tome decisiones que sólo él puede tomar y que no vienen en ningún manual. Tiene que empezar a reivindicar el yo que aparece en el encabezado de la página y que después va diluyéndose en el correr de los párrafos hasta dejar la sensación de que ese crítico es cualquier crítico que haya leído la receta con la recomendación acerca de la forma en la que debe acomodar el contenido, ignorando aquello de que tanto la una como el otro se interpenetran.
En su Genealogía de la moral Nietzsche se plantea historiar nuestra forma de concebir el bien y el mal, o mejor aún, el origen y desarrollo de nuestra manera de considerar lo bueno y lo malo. El supercrítico, el metacrítico, tal vez el crítico a secas, debería empezar por trazar su propia Genealogía de la moral crítica. Nadie puede hacerlo por él, nadie puede dársela en un decálogo ni en un mensaje de texto. Es necesario que lea a Platón y a Aristóteles y después a Boileau y a Barthes, Adorno, Sartre, Starobinski. Eco, Bajtin. ¿Qué es lo que está bien? Cada uno de ellos le responderá algo, pero será necesario que esa respuesta sea desechada, reformulada, reciclada, mejorada.
Reivindicar el yo. Reivindicar el yo en estas coordinadas de tiempo y espacio. Reivindicar ese yo que nace del conflicto insoluble entre lo que no somos y lo que nunca dejaremos de ser. Rastrear e identificar la huella del pensamiento crítico preestablecido sólo para dejar de seguirla. Generar un pensamiento que, al menos en su intención, tal vez sólo en eso, sea original. Llegar a la playa y quemar las naves para no poder retroceder, con el enemigo mirándonos desde sus murallas.