jueves, 4 de febrero de 2010

NIVELES DEL DISCURSO


Tomemos algunas ideas de otros y juguemos un poco a ver qué es esto del discurso, en particular esto del discurso poético.
Desde la estructura jerárquica el discurso es la parte más alta. Después vendrán los enunciados, las oraciones, las frases, funciones, etc. Pero el discurso es lo más alto que puede construirse con signos lingüísticos. ¿Y qué pasaría si saco eso de “lingüísticos” y dejo sólo lo de “signos”? Desde esta nueva perspectiva un pintor combinará signos y generará un discurso que incluso podría catalogarse de poético por aquello de la poiesis (creación) griega.
Cualquier manifestación artística es pasible de analizarse bajo la bina filosófica sujeto-objeto. Sería al parecer muy fácil catalogar cualquier obra como el objeto creado por un sujeto que a su vez es observado (leído, mirado, escuchado, incluso interpretado) por otro sujeto, porque desde un punto de vista subjetivo, si no hay alguien mirando al árbol que cae, no hay tal cosa como el árbol que cae. Tras esta punta de análisis esa relación sujeto-objeto deriva entonces en otro objeto de estudio nuevo que vendría a responder a la siguiente pregunta: ¿cómo mira (lee, escucha, etc.) ese sujeto al objeto? Pero esa pregunta, obviamente, sólo puede realizarla otro sujeto, así que en esto de introducir la filosofía en el fenómeno artístico, particularmente en su creación o en su apreciación, no deja uno de plantearse inseguridades. Por otro lado, tomando en cuenta las estructuras a priori kantianas como elementos categorizadores de un fenómeno como el arte, que en sí es a posteriori, nos damos de frente contra el muro del noúmeno, o sea, podemos morir en el intento de generar un conocimiento puramente racional de un fenómeno que lleva implícito el conocimiento sensible. En otras palabras, pretendo generar una abstracción estrictamente racional desde la reflexión de un hecho que sólo puede percibirse a través del mundo sensible. Sólo espero no naufragar, dijo el Capitán Ahab…

El sujeto enunciador del discurso es siempre único. Ni siquiera es el mismo al otro día. Como aquello de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Sin embargo, el sujeto debe mantener ciertas constantes que lo hacen tal, que lo individualizan de otro y lo separan del resto. Esas características constantes son, para la psicocrítica de la literatura, el mito sucinto del autor, es decir, una serie de temas, imágenes, construcciones, ideas y conceptos que siempre terminan apareciendo a lo largo de toda la obra del autor-sujeto en cuestión. Tomemos por caso Baudelaire. Su conciencia del bien y el mal, la belleza del mal, el camino descendente, los símbolos decadentes (pienso en aquel repulsivo pueblo de helmintos), todo, en fin, todo nos lleva a una mitología personal signada por la debacle individual que pretende hacerse universal a través del discurso poético. El ejemplo es grosero pero sirve. Quien quiera tomar a Kafka y pensar en su padre, en la burocracia alienante, en el tiempo que se arrastra, bueno, en ciertos aspectos biográficos bien podría hallarse toda explicación pertinente en relación a lo anterior. Aclaro que la psicocrítica poco puede hacer por obras de cuyos autores no se conservaron biografías apropiadas. En ellas el mito sucinto incluso puede aparecer muy claramente, pero ¿en relación a quién?

La literatura puede definirse de tantas maneras que al final ninguna aparece como la inobjetable. Una mesa es una mesa y si digo mesa a todos nos surge una representación mental similar. Si digo literatura, en cambio, a unos les aparece Homero, a otros Dan Brown. A pocos se les aparecería el negro Rada, pero ¿por qué no? ¿Acaso sus canciones no tienen letra, rima, componentes métricos y rítmicos? Para definir literatura creo que lo más acertado es volver sobre el bueno de Jakobson y hablar una vez más de las funciones del lenguaje y en particular de la función poética. Cito al maestro: “La función poética proyecta el principio de la equivalencia del eje de la selección al eje de la combinación.” En otras palabras, la atención del emisor se centra en el mensaje por el mensaje en sí, en cómo se dice más que en qué se dice.
El sujeto-enunciador genera entonces un discurso-objeto que en el caso de la literatura estaría marcado por una intencionalidad implícita en el mensaje. Esa intencionalidad encuentra su basamento en el corpus de lugares, temas, tópicos e imágenes constantes del sujeto (mito sucinto) y se expresa de diversas maneras. La escritura es una de las formas más identificables del fenómeno literario, tal vez la que mejor plasma todo esto de lo que venimos hablando. Pero no es la única. Antes de la escritura está el mito, el relato fundacional de tradición oral, el discurso frente a pares alrededor del fuego, las fuerzas de la elocuencia y hasta la mayéutica. Todos métodos expresivos donde la intencionalidad es el mensaje por el mensaje. Allí también se cumple la función poética, y entonces también eso es literatura, y quizás hasta es mejor literatura. Un payador repentista probablemente puedas escribir mejores versos (con una métrica pautada de antemano, rima consonante e imágenes muy a propósito probablemente tomadas de la cotidianeidad) que “Laura…/ se te ve la tangaaa…”

Quisiera agregar en la conversación a Benveniste, que no por viejo (o muerto) ha perdido las mañas. La idea que tomo de él es la misma que él toma de Saussure para reformularla. Partamos pues de la distinción entre lengua y habla (langue y parole para el gran B.) y digamos que el tema, más que en el discurso (habla) está en la lengua, siendo que la lengua es finalmente una suerte de inacabable manantial de combinaciones posibles, una idea cercana al infinito. Claro que ese infinito, o sea, ese mundo de combinaciones posibles, no es el mismo para todos. Un bebé tiene por cierto menos posibilidades que un adulto. Cervantes y sus no sé cuántas palabras distintas del Quijote tienen más posibilidades de combinación que alguien que no maneja más que el reducido vocabulario de su oficio. Claro que después de obtener esas potencialidades, el asunto es cómo se usan.

Puestas todas estas cosas en relación, resulta que la diferencia entre escritura y oralidad tiende a difuminarse pues ambas caen bajo el manto genérico de la literatura, y la literatura es discurso y el discurso puede ser oral o escrito o vaya a saber de cuántas otras formas. El tema no es si algo fue escrito o dicho sino si en ese algo que fue escrito o dicho están expresadas al límite las capacidades, las potencialidades del sujeto-autor-emisor. Lo que algunos llaman competencia lingüística y que nosotros podríamos denominar como competencia poética.

lunes, 4 de enero de 2010

¿PEQUEÑO HÉROE?


Las dos muertes de Dionisio Díaz, de Matías Castro. Estuario Editora. Montevideo, 2009.


El 10 de mayo de 1929, mientras los norteamericanos se dedicaban a comprar acciones de forma desmedida sin siquiera presentir la debacle, mientras el hermano menor de Aparicio Saravia se restregaba las manos debido a la ejecución exitosa del plan que llevó a la muerte a su mujer liberándolo del karma del divorcio y la división de bienes, un niño de nueve años con tres heridas de cuchillo en su cuerpo atravesaba cinco kilómetros de campo y alambrados con su hermana de año y medio en brazos. A Matías Castro (1976), autor del libro Las dos muertes de Dionisio Díaz, el asunto le ha parecido sobredimensionado a través del mito y por eso ha intentado acercarse a esta historia desde una perspectiva más terrenal. Pero tropieza con un problema: lo que hizo el niño es, más allá de lo que se dijo y se inventó, una real proeza física capaz de resistir cualquier intento de desmitificación.
La historia de Dionisio es la historia de una familia humilde en un medio por demás agreste y solitario. La pobreza material se confunde con la cortedad de miras y los ciclos vitales apenas cambian de una generación a la otra. Para imaginar ese mundo es necesario descentrarse y volverse a centrar en coordenadas mentales distintas: un solo teléfono en kilómetros a la redonda, un tren que pasa cada tanto, un solo auto en todo un pueblo que además sólo puede ser manejado por un solo idóneo, escolaridad más que esporádica, niños vestidos como niñas a la hora de la primera foto (costumbre muy arraigada en aquel entonces, aunque el autor diga que “No hay explicación cierta sobre por qué fue vestido como una niña” en referencia a cierta foto de Dionisio). En fin, otro mundo. Es en estas cuestiones de contexto donde el libro de Matías Castro brilla con luz propia y ajena. Propia porque la elaboración ficcional que a veces acomete no se percibe para nada forzada sino que, por el contrario, se transforma en componente esencial del tono periodístico que presenta esta nueva resignificación de la historia de la tragedia del arroyo Oro. Ajena porque es impresionante la cantidad de lecturas, entrevistas, material gráfico, testimonios de protagonistas y terceros por los que el autor ha tenido que transitar en los años de escritura. Si algo no se le puede achacar a este libro es que sea improvisado.


Camino al cielo.

“Estoy interesado en canonizar niños. Hable con el Cardenal Felici.”, fue lo que dijo, en un tono lindero con lo mafioso, Juan Pablo II en 1989 a Roberto Cáceres, Obispo de Minas, al escuchar un esbozo de la historia de Dionisio. El trámite no prosperó en la esfera burocrático-religiosa, lo que no parece importar a los hombres y mujeres que cada tanto van a los lugares de referencia del periplo del niño con su hermana y dejan mensajes tales como: “Gracias Dionisio por tu ayuda” o “Gracias Dionisio por el pedido.”, incluso “Gracias Dionisio por ayudarme a vivir.” Sin embargo, al momento de los horrendos crímenes perpetrados por Juan Díaz (abuelo materno de Dionisio), el país y en particular aquella región del este se ocupaba casi exclusivamente del asesinato de Jacinta Correa, esposa querellante de José Saravia, ocurrido dos días antes a poquísimos kilómetros. La investigación de Matías Castro incluye un pormenorizado relato de esta situación y un análisis para nada traído de los pelos sobre posibles vínculos entre uno y otro crimen. Sobre todo porque Juan Díaz habría dicho (en relación al crimen de la estancia La Ternera) una frase que después quedó en la memoria colectiva y es repetida cada vez que la oportunidad lo permite: “Peores cosas van a pasar aquí”.
El libro culmina con una puesta al día de las situaciones de vida de los protagonistas. La historia más emocionante es la de Marina Ramos, la hermana salvada por Dionisio en aquella noche fatídica y que hoy tiene más de ochenta años y vive con su esposo de toda la vida. Marina se enteró tarde y mal de su historia. Su vínculo con Dionisio, a quien obviamente no recuerda, no siempre fue saludable. La historia la sobrepasó hasta que decidió apropiarse de ella y convertirse en lo que era: la hermana del niño héroe, del niño eterno. Matías Castro lo cuenta de una manera conmovedora y allí, en estas cuestiones vivenciales, por cierto más humanas que cualquier decreto que obligue a poner el nombre de Dionisio Díaz a una escuela, allí reside gran parte del interés que suscita la lectura.

Sería deseable que este libro, que es muy bueno por momentos, logre ser agotado y entonces reeditado. Para esa posible segunda instancia editores y correctores van a tener que realizar una serie de precisiones y correcciones que hoy por hoy opacan algunos fragmentos. Hay clásicos errores de tipeo (que malogran la concordancia gramatical o perjudican ortográficamente ciertas expresiones) o fragmentos como “…y con la Argolla, cuyo objetivo era enganchar una argolla en un gancho…” donde abundan las repeticiones sin sentido y las cacofonías. Incluso hay una comparación ciertamente desubicada para este libro donde el término comparado es el legendario perro animado Scooby Doo. Por más lirismo que se haya querido instalar en el fragmento, a veces es mejor reprimir ciertas imágenes.
En resumen, un muy buen libro (repito, que quede claro), probablemente el más serio y documentado al respecto (incluye imágenes de certificados y documentos así como también reproducciones de las dos únicas fotos de Dionisio que se conservan), destinado a convertirse en referencia de los “dionosólogos y dionisófilos” (así los llama el autor) de siempre y de los nuevos que a partir de su lectura puedan aparecer.

martes, 8 de diciembre de 2009

EL ESCRITOR QUE SE VIENE


En el Siglo IV antes de Cristo Aristóteles definió al hombre mediante el mecanismo de género próximo y diferencia específica. Sentó las bases de la ética hablándole a Nicómaco y le sobró el tiempo para configurar las primeras nociones serias de crítica literaria. Como tenía a mano el cielo y las estrellas y como además sabía observar la naturaleza, hay tratados aristotélicos sobre las más diversas cuestiones. Veinticinco siglos después el conocimiento ha sufrido un prolongado y exponencial proceso de hiperdiversificación que hace que los especialistas que se ocupan de los efectos de la aspirina en el torrente sanguíneo no sean los mismos que se ocupan de los efectos de ese mismo fármaco en el aparato nervioso. Cada galaxia distante millones de años luz tiene su eminencia científica, y cuidado con meterse con la galaxia de otro. En tales circunstancias como las nuestras, es impensable la figura de un filósofo como los de antaño, de los cuales el último parece haber sido Kant.
En este contexto, y yendo hacia lo que nos ocupa, que es la escritura, cabría pensar que el escritor que se viene es también un especialista en determinada área de la literatura, dejando otras sin cubrir para dedicarse a esa en la que realmente es bueno. Yo quiero dejar claro que no. Este no es el modelo de escritor deseable para el futuro de la literatura. El escritor que se viene deberá llevar al máximo de sus potencialidades aquella distinción Barthesiana entre el écrivain y el écrivant.
Volvamos a nuestro viejo y querido Zaratustra: si el hombre es una cuerda tendida entre el mono y el superhombre, el escritor actual es la misma cosa entre algo cuyo concepto no puedo apresar en palabras y una especie de escritor plenipotenciario, dominador de todos los géneros, creador de estilos variables y disímiles, respetuoso de la herencia sagrada que recibe de otros que se han dedicado antes a escribir y a la vez peligroso transgresor a toda suerte de dogmas. El escritor, que entonces heredará una nueva versión del titanismo prometeico de Goethe y Schiller aggiornado a nuestra época, sabrá que la sustancia de su creación es el lenguaje y que la única forma de realizar un papel más o menos decoroso a la hora de escribir es conocerlo, dedicarle tiempo, seducirlo, amarlo. Para ello tendrá que haber buscado y practicado todas sus formas, tendrá que haber atravesado cada una de las frustraciones que tamaña tarea conlleva, tendrá que haber superado el terrible agujero negro de la ausencia de ideas en poesía, narrativa, drama, ensayo y crítica. Su estilo es más bien un no estilo o, si se quiere, un estilo que no tiene sentido en ser definido como tal porque eso realmente no importa, porque un estilo es todos los estilos. Pero esto no significa que la búsqueda de originalidad no sea, en el último peldaño de la escalera, el leit motiv de toda la cuestión. Porque también este escritor deberá enfrentar la dura contradicción de encontrarse y de perderse, encontrarse en una lira italiana y perderse, extraviarse en una novela decimonónica. Este escritor sabe escribir liras italianas, novelas decimonónicas, novelas policiales, puede ser Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía, Cervantes, Kafka, Gallegos, Pérez Galdós, Keats, Villon y también anónimos varios. Sus obras están ancladas a la noche, al día, a la tarde, a la lluvia, al sol, al hielo del polo norte y a un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere, arbitrariamente no desea acordarse. Y no olvidará que el lenguaje sirve también de materia a los filósofos e historiadores y a la señora que juega a la quiniela todas las tardes frente a la capilla.
Cassirer, hace unos setenta años, partió de la definición de Aristóteles del hombre como animal racional, pero reformuló la diferencia específica: ya no era la razón la capacidad distintiva con el género más cercano, sino la otra muy superior de crear símbolos. El hombre es un ser simbólico, dice el alemán Cassirer antes de que los nazis lo persigan a degüello. Barthes, que se quejará de la “asimbolia” de la crítica literaria francesa anterior representada por Picard, va en este mismo sentido. El escritor del futuro no tiene otra opción que adueñarse del símbolo y hacer con él todo. Todo. Todo. Como dicen los muchachos, suerte en pila…

sábado, 28 de noviembre de 2009

Quemar las naves


El peruano Cornejo Polar plantea la dificultad de un sujeto latinoamericano “complejo, disperso y múltiple” nacido en parte de aquella añeja discusión teológico-jurídica de la conquista sobre la ausencia o presencia de alma en los cuerpos materiales de nuestros improbables ancestros nativos. Desde esta perspectiva y atendiendo a la casi nula presencia de sangre indígena en nuestras venas, cabe preguntarse junto a Cornejo si el hombre y la mujer americanos no están en definitiva instalados en una red de encrucijadas, en el centro mismo de un nudo que es tironeado por vectores que van en diferentes direcciones y que se llaman Edad Media, indigenismo, colonización, romanticismo, independencia, revolución, aceptación, negación, ambigüedad, misticismo, lo real maravilloso, lucha armada, fútbol, utilitarismo norteamericano, puritanismo greco-latino-cristiano-racional, cola de paja…
Todas estas cosas configuran al sujeto americano y generan un conjunto de ideas que Cornejo nombra con la palabra “hibridez” y que, como él mismo reconoce, es deudora de aquella otra anterior de Rama: la “transculturación”. Cabría la posibilidad de realizarse otra serie de preguntas ociosas al respecto de la tan mentada “identidad”: ¿qué es Europa?, ¿qué es lo moderno?, ¿qué es la posmodernidad? Y tentar algunas respuestas: Europa es la eterna aspiración de nuestras clases cultas (aunque a veces esta función la cumplen “los norteamericanos”, músicos, escritores, directores de cine, etc.); lo moderno es un tiempo ya ido inventado por un poeta; la posmodernidad es un tiempo sin nombre propio (y esto ciertamente lo define), el presunto después de una época que para algunas regiones como la nuestra todavía no ha llegado.
En la conciencia del posible, del potencial, del probable intelectual americano debería primar esta constatación: no es verosímil que nuestro sujeto tenga una sola forma de manifestarse. Nuestro sujeto es un noble francés cuando viene el consagrado colonizador a vendernos sus últimas novelas, es una Malinche consecuente cuando hay riesgos militares, es un mercader veneciano cuando hay que vender algún obelisco y un pobre indio muerto de hambre que pide limosna a la sombra de las torres de una iglesia cuando aparecen los señores a los que hay que pedirles plata. ¿Se puede pretender que la crítica cultural se desprenda de estas características a la hora de realizar su labor? Creo que eso no es posible, y ni siquiera deseable. En otras palabras, cada pueblo tiene la crítica cultural que se merece.
Tengo entendido que tanto en nuestro país como en el resto del mundo existen publicaciones dedicadas de forma más o menos explícita a la crítica cultural. Me ha llegado también el rumor de que estas publicaciones consideradas serias y prudentes suelen tener una suerte de manual para el crítico que desee publicar sus trabajos allí. Estos manuales ofrecen entonces un marco teórico-práctico acerca de cómo se debe pensar, escribir e incluso subjetivizar tal o cual fenómeno cultural. Los preceptos a seguir se encuentran en el orden de: “Utilice lenguaje llano sin llegar a lo vulgar”, “Nunca hable en primera persona”, “No olvide que quienes leen sus críticas son casi siempre legos”, “No trate al lector de imbécil”, “Comience con un postulado fuerte, que enganche al lector”, “No escriba enunciados largos”, “No se pase de tantos caracteres”, “No adjetive de tal forma o tal otra”, etc., etc. ¿Puede existir mayor aberración que la de decirle a un sujeto crítico cómo tiene que hacer su labor, que es lo mismo que decirle, desde lo ontológico, cómo tiene que ser? Pues esto es práctica frecuente.
Digamos siguiendo a Nietzsche que el crítico (el hombre diría el filósofo) es una cuerda tendida entre el intelectual laborioso (el mono) y el supercrítico (el superhombre). Para hacer su crítica, este nuevo modelo de intelectual tiene a su disposición las letras del mundo, tanto las que ya han sido escritas como aquellas que él mismo deberá inventar si quiere hacer algo que valga la pena. No es estructuralista ni formalista ni adepto a la sociocrítica ni al marxismo ni al existencialismo, pero de todos sabe y de todos se nutre de acuerdo a su necesidad, que estará pautada por las características del fenómeno que analiza. Y aquí también, entonces, se impondrá la hibridez, la ósmosis de los distintos marcos de referencia que dejan de pudrirse en compartimentos estancos para revitalizarse unos con otros incluso en la confrontación antitética.
Pero para todo esto es necesario que el crítico deje de representar su papel de mero asalariado de seis mil caracteres por semana, o de amigo del artista al que critica, o de número puesto en cada presentación de un libro y tome decisiones que sólo él puede tomar y que no vienen en ningún manual. Tiene que empezar a reivindicar el yo que aparece en el encabezado de la página y que después va diluyéndose en el correr de los párrafos hasta dejar la sensación de que ese crítico es cualquier crítico que haya leído la receta con la recomendación acerca de la forma en la que debe acomodar el contenido, ignorando aquello de que tanto la una como el otro se interpenetran.
En su Genealogía de la moral Nietzsche se plantea historiar nuestra forma de concebir el bien y el mal, o mejor aún, el origen y desarrollo de nuestra manera de considerar lo bueno y lo malo. El supercrítico, el metacrítico, tal vez el crítico a secas, debería empezar por trazar su propia Genealogía de la moral crítica. Nadie puede hacerlo por él, nadie puede dársela en un decálogo ni en un mensaje de texto. Es necesario que lea a Platón y a Aristóteles y después a Boileau y a Barthes, Adorno, Sartre, Starobinski. Eco, Bajtin. ¿Qué es lo que está bien? Cada uno de ellos le responderá algo, pero será necesario que esa respuesta sea desechada, reformulada, reciclada, mejorada.
Reivindicar el yo. Reivindicar el yo en estas coordinadas de tiempo y espacio. Reivindicar ese yo que nace del conflicto insoluble entre lo que no somos y lo que nunca dejaremos de ser. Rastrear e identificar la huella del pensamiento crítico preestablecido sólo para dejar de seguirla. Generar un pensamiento que, al menos en su intención, tal vez sólo en eso, sea original. Llegar a la playa y quemar las naves para no poder retroceder, con el enemigo mirándonos desde sus murallas.